Pasando hambre...

Miraba sin entender. Esto no podía estar pasándole a él, a algún cobarde, pusilánime, llorica tal vez, pero a él no. Él era el Jefe!
Estaba tan sorprendido que no reaccionaba.
Era la tercera vez que se quedaba sin comida. Definitivamente: esto no podía estar pasándole a él.
No entendía nada; mientras él estaba hambriento, el ladrón se relamía de gusto y con cara de satisfacción se disponía a dormir.
Mirando hacia ambos lados para ver si había alguien, se dijo que sería vergonzoso que vieran lo que estaba aconteciendo.
Peor que quedarse sin comida por tercera vez consecutiva, sería que los suyos lo supieran. Eso no podía suceder.
Resignado a otro día de ayuno, se recostó contra un árbol y medio cerrando los ojos, se dejó invadir por los pensamientos que luchaban por materializarse, pero que nunca los dejaba salir a la superficie.
Tal vez debilitado por los días de ayuno obligatorio, no luchó por reprimir sus recuerdos y pensó, pensó, recordó, añoró.
Pensó en su infancia, siempre organizando “guerras” siempre conquistando territorios lejanos.
Recordó la gran pelea, lo mucho que le había costado ganar, el gran esfuerzo realizado y el premio: ser el jefe.
Aún no hacía muchos años, pero la verdad es que estaba cansado.
Las cosas ya no eran como antes, ahora los jóvenes lo querían todo y lo querían ya.
Recordó que siempre se había sentido Líder, que siempre había sido aguerrido (inconsciente, decía su madre). Siempre fue muy atrevido, sin miedo a nada y siempre se enfrentó a los bravucones, pendencieros y revoltosos.
Esto no cambió cuando asumió el mando. Siempre había estado luchando contra los jefes de otros grupos, contra los usurpadores de poder, contra los atacantes de la seguridad de su grupo.
A esto se unían las peleas internas por echarlo del poder por parte de alguno de los suyos.
Estos eran los más peligrosos, luchaban sin dignidad, solapados, dando golpes bajos, coaccionando a los débiles del grupo, manipulando información y generando odios.
Sí, realmente su vida se había convertido en una lucha constante, dentro y fuera del clan.
Pero si bien, ya no era el joven aguerrido de otros tiempos, era el jefe y seguiría siéndolo.
El poder generaba aislamiento, él estaba solo, sin ataduras, sin estorbos.
No tenía a nadie ni nada que perder.
No tenía nada que perder, nadie que lo atara.
No tenía a nadie, no tenía nada que perder,
Este pensamiento empezó a martillearle el cerebro: no tenía a nadie, no tenía nada que perder... Estaba aislado, estaba solo.
Le dolían las costillas. Aún tenía alguna que otra herida sin curar de la última pelea.
Pero ahora estaba viendo las heridas del alma y, éstas estaban cicatrizadas, pero no curadas.
Cambió de postura y casi se desmaya.
- Dios santo, pero si este desvergonzado está mismamente encima de mí!
Tan abstraído estaba que no había notado que el pequeño ladrón, creyéndole dormido, se había recostado a su lado y dormía tan feliz.

Qué dirían del jefe si alguien estuviera viendo esto? Si lo vieran acariciando a esta criatura que feliz, tranquila y sin remordimientos dormía al calor de su cuerpo? Qué pasaría si olvidándose de que era el jefe, se dejaba “llevar“ y lo abrazaba?
Merecía la pena por vergüenza, privarse del placer que suponía debía de sentirse al ser querido por alguien?
Un hormigueo recorrió su cuerpo.
Quería, ahora que nadie lo veía, saber qué era eso de sentirse querido, de abrazar un cuerpo tibio y abandonado a su abrazo.
Se separó un poco para mirarlo.
- ¿Quién es? - se preguntó. - De dónde sale? No recordaba que hubiera jovenzuelos vagabundeando por su territorio.
Lo mira y ve que es de buena planta, fuerte y parecía estar sano.
- No me extraña; hambre seguro que no pasa.
Nota cómo el deseo de acariciarlo, de tocarlo, de darle calor seguía creciendo en su interior.
No, no puede ceder a ese instinto paternal que de lo más profundo de su alma quiere manifestarse.
-Soy un Líder y puedo controlarme.
Pobre líder! Pobre jefe! Acababa de condenarse a querer a su pequeño “enemigo” y no lo sabía.
No tengo a nadie, no tengo nada, nada me retiene. Estoy solo, no tengo a nadie, no tengo nada. El poder no es nada. Estoy solo.
Volvían a martillearle en el cerebro estas ideas.
Olvidándose de que era el jefe, comenzó a acariciarlo.
El ladronzuelo se acurrucaba aún más y dejaba ver cómo le gustaba ser mimado.
Él notaba que toda la aparente dureza de su carácter se resquebrajaba.
Qué sencilla paz sentía al notar el calor de otro cuerpo!
Nunca había notado la falta de amor, pero ahora estaba seguro que ya nada podría ser igual.
Ya no podría vivir sin él.
Miró al joven ladrón y decidió que ahora sí tenía a alguien, que no estaba solo, que sí quería tener a alguien y que ese alguien era él.
Miando al pequeño ladrón, viéndose en él, supo que ya lo quería.
Era El Jefe pero ahora no estaba solo; ahora eran dos.
